domingo, 31 de marzo de 2013

Mi gran odisea


Llegué a mis aposentos cansado tras la enjuiciada y ardua tarea entre aquella pirámide de libros. Tras la puerta de gruesa madera me esperaba mi hermano de sangre, con el rostro abatido y cansado.
-Ha llegado la hora-. Me contestó. No podía ser. No lo esperaba tan pronto. ¡Por todas las almas! Pero sin embargo, tenía razón, había llegado. Tras largas jornadas, aquel destino que nos unió para con un largo viaje debía llegar al final. Él vestía sus ropas de guerrero. Majestuoso, príncipe sin duda de lo que será un gran reinado de bienhallada y amistosa bondad. Mi deber era acompañarlo a su lado. Me preparé y fui a por mi arma para el combate. Mi Mando, mi control, todo un ejército inteligente de fieles e infalibles, dispuestos a obedecer mecánicamente todos mis deseos. Lo empuñé con orgullo. Y deseo. Él fue hacia el campo de batalla, aferrando también a Dual con lascivia. Y allí estábamos, el duelo de nuestros destinos se debatía enfrente de aquellos desafiantes ojos negros que lucía mi hermano. Yo, tras la merced de su misma arma, desvié la mirada. Sabía lo que tenía que hacer. Él también.
Todo estaba oscuro.
De repente la luz se hizo, y un pequeño ruido inició la que sería la batalla de los Héroes. Una maldad incalculable se cernía y lustraba las esperanzas de mi noble corazón. Fueron una sucesión de imágenes que no olvidaré jamás. Las montañas cayeron. Los ríos se desbordaron con la sangre de los caídos. Las mismas entrañas del suelo gritaban. Y ahí apareció Él. ¡Y también Ella! ¡Oh, Ella! ¡Siempre ella! ¡Todo y tanto por ella! Las horas, los caminos, los aliados, los recodos, las ciudades…
Los mismísimos cimientos de aquella Tierra temblaron. Bestias inmundas arropaban la defensa de su nigromante Amo. No sería tan fácil. ¡Cuán previsible era! Mi hermano no calló, y su furia se expulsaba a través de sus extremidades, jactándose contra sus enemigos. Por mi parte, la habilidad que había demostrado entonces había colmado de experiencia mis acciones ahora. Y tan exitoso y bravo renacía una y otra vez con cada nuevo golpe que embestía a través de mi arma en el cuerpo de mis enemigos. El sufrimiento se alargaba, pero también nuestro viaje llegaría pronto a su final. La Batalla contra el Señor de la Oscuridad tuvo el mérito que miles de hombres habían requerido. Mi hermano debía hacerle frente, y yo protegerle de aquellas viles criaturas.
Los minutos pasaron, y mi cansancio y mi alma empezaron a decaer. En poco tiempo oiría sonidos para regresar a casa, que todo había terminado. Y así fue, pero no como yo, pesimista de mí, había imaginado. Mi hermano había cumplido con su cometido. Le había abatido. Nuestro Enemigo Final estaba muerto.
Tras esto, grandes fiestas y bellos paisajes pudimos contemplar. ¡Cuán felices éramos ahora! Y Ella de vuelta. Estaba en casa. De repente, una voz paterna y autoritaria vino de muy cerca nuestra. Todo se disipó. La nube camuflada de dígitos e impulsos electromagnéticos de nuestro cerebro se adaptó a la crudísima realidad:
-¡Niños, apagad la PlayStation ya!-. Dijo mi madre. Miré a mi hermano, felicitándole. Él me correspondió con un estrechón de manos.
-Nos pasamos el maldito videojuego al fin-. Dijo.

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