Hay debates en la carrera de un
orador que pasan totalmente desapercibidos. Pero hay otros que, de alguna u
otra manera, recuerdas por un motivo u otro.
Fue el 20 de noviembre de 2008, y
hacía calor en IFEMA. La comunidad universitaria esperaba con los brazos
abiertos un torneo que supliera al megalómano que organizaría hasta dos años
antes Unipublic, empresa que gestionaba entre otras cosas, la Vuelta ciclista a
España: la Liga Nacional de Debate. El Torneo Pasarela nunca pudo ocupar el
sentimental hueco que dejó para los viejos oradores la LINDU, -tampoco es que
lo pretendieran creo yo-, pero era la segunda edición de un evento nacional y
con el trasfondo de la búsqueda de empleo, allí nos volvimos a presentar 24
universidades. Entre ellas, obviamente, estaba la mía: la facultad de ciencias
económicas y empresariales ETEA (actual Loyola Andalucía). Mi facultad había
cosechado un curriculum debatil hasta aquel entonces excelente, con una victoria
en la tercera edición de la extinta LINDU que nos había puesto en el mapa, y
algunos otros subcampeonatos más. Tras discretos papeles anteriores, nuestra
historia y prestigio nos obligaban a repetir
presencia en Madrid.
Mi figura como debatiente, hasta
aquel entonces, estaba en su fase de madurez. En el Club de Debate de ETEA
éramos pocos, pero muy selectos, 10 miembros. Y yo, con la escasa humildad que
puedo contarle a ustedes, pertenecía al equipo titular. Con una rigurosa
política de trabajo y un plantel de recursos a nuestra disposición
espectacular, era el octavo año en la historia de nuestra asociación, y
esperaban un buen resultado de nosotros desde Córdoba. Nuestro papel fue muy
destacado, perdiendo únicamente con aquel magnífico equipo de ICADE de mi amigo
Fernando Giménez-Alvear. Yo llevaba un equipo buenísimo, con la gran Susana
Velasco y el emergente Sebastián Rodríguez; capitaneados por mi
entrenadora-para-todo, Teresa Montero. En el primer jueves de debate de aquel
torneo, nos tocó enfrentarnos a la Universidad de Sevilla. Ni rastro de un
profesor, ni rastro de libros, ni rastro de disciplina en aquel equipo. Para mí
fue un debate inusual, pues jamás me había enfrentado a aquella anárquica
estrategia de debate. Un equipo que había preparado los argumentos en el viaje
de ida, pero con un talento y cultura especial. El peso de aquel equipo lo
llevaba un tal Pilo Martín, e hizo sus intervenciones divagando sobre los
perjuicios de la concentración empresarial
y el exordio de un barco sin timón. Se inventó una evidencia, pero nunca
se lo reclamé. Me dejó un sentimiento extraño de admiración.
Mi equipo, rigurosamente
entrenado y apoyado institucionalmente durante todo el mes anterior, pudo salvar
los muebles y ganó, claro. Era la experiencia contra la pasión. La madurez
contra el niño que está descubriendo algo maravilloso. Contra el talento. Fue
mi debate más complicado hasta entonces.
Me sonaba aquel tipo, obviamente.
Ya lo había visto antes en una Simulación Parlamentaria en Ronda, alejado de la
cúpula jerárquica pero haciendo intervenciones desde la silla que no dejaban
indiferente a nadie. Ni siquiera era de la Universidad de Sevilla. Ni siquiera
era sevillano.
El torneo lo ganó el invencible
equipo de SODECO, capitaneado por otro monstruo del debate como fuera Santiago
Martínez, y quién más tarde entabló gran amistad con nosotros y nuestro
proyecto. Pero eso es otra historia.
Hasta cinco meses más tarde no volví
a verlo. Fue de nuevo en otra simulación parlamentaria. Yo ocupaba un puesto privilegiado
en el hemiciclo, él, un asiento en Tradición. Pero fue el que más destacó. En
esa SIPA apenas nos cruzamos palabra. Era, por motivos que no vienen al caso,
una “amenaza”. Yo iba con mi corbata y mi traje planchados, como todos los
días, y él iba en camiseta. Éramos dos mundos totalmente distintos, pues
veníamos de dos mundos totalmente distintos.
Yo terminé mi carrera como
debatiente con algunos éxitos más, y también mi licenciatura. Durante el verano
de 2009 estuve pensando mi destino para continuar mi formación académica, y la
Universidad Pablo de Olavide (en Sevilla) parecía el destino perfecto para mi
doctorado. Un cambio de aires me vendría estupendamente.
Una semana antes de que las
clases comenzaran, me encontré a Antuan Vargas y Alberto Arteaga por los
pasillos del edificio 1. Iban para el Consejo de Estudiantes, y me reconocieron,
claro. Les hablé de lo que iba a hacer y ellos me contaron que querían
continuar con el proyecto que ya iniciaron el año anterior: el club de debate
de la UPO. Pasaron varios emails hasta que, un caluroso día de finales de octubre,
me convencieron para ir hasta la sede del Consejo de Estudiantes. Y allí que me
presenté. Recuerdo hasta lo que llevaba vestido: yo una camisa azul. Él, una zarrapastrosa
camiseta gris. Y fue en ese preciso instante donde por primera vez estreché la
mano mirándole a los ojos a aquel tipo que presidía la mesa: Pilo Martín,
recién nombrado delegado general de la universidad. ¿Qué escondías, maldito? Ese
día conocí al que iba a ser el resto del equipo del CEUPO. Una generación tan
maravillosa que más tarde se convertirían en mis mejores amigos y socios.
Les ahorro los meses posteriores,
y los enfrentamientos varios que tuvimos, claro. Durante ese tiempo comprendí
que en aquel corral yo no podía ser el gallo. Lo miraba a él, y miraba un
diamante por pulir. Mi transición tenía que llegar, y mi papel cambió. Todo se
transformó a mí alrededor. Tenía otras dificultades, y me enfrentaba a nuevos
problemas (¿¿¿cómo que el club de debate no tiene dotado un presupuesto???).
Aquellos chicos, comandados por
esa bestia despeinada, tenían hambre. Y lo mejor de todo: tenían talento. Leía
e investigaba, y me esforcé mucho por ellos. Ese año hicimos decenas de
sesiones de entrenamiento, y aprendimos muchas cosas juntos. Entre ellas, que
no se puede ganar tan pronto. Sé que nunca le gustaron a Pilo aquellos ejercicios
agarrotados, y él los cumplía a mala gana. Pero sé también que apreciaba el trabajo
que hacía. Porque aunque no tenía tiempo de hacerlo, sabía que era una tarea que
yo estaba haciendo por ÉL. No era su método, pero era el mismo objetivo.
Cuando nuestro nivel creció, las
frustraciones post-torneo también llegaron. Pero las razones de nuestro cambio
únicamente radican en ellos. Pasadas las semanas, él mismo me nombró director
del Club. Les prometo a ustedes que, durante ese tiempo, mi única labor como
capitán fue darles libertad para hacer las cosas. ¡Lo tuve tan fácil!
Con Pilo fue distinto. La única
cosa que estoy seguro él aprendió de mí, fue que había que ponerse la corbata
para debatir. El resto fue cosa suya. Es lógico pensar que yo aprendí mucho
más. Los éxitos, evidentemente, llegaron. Y con ellos, nuevos e ilusionantes
proyectos.
Pilo es el orador más inteligente
y capaz que he conocido. El más rastrero, cínico, perezoso, irónico, impuntual,
manipulador, callejero, vacilante y narcisista, también. Por eso es más odiado
que querido. Ojalá hubiese tenido la oportunidad de enfrentarse de tú a tú a
los “cocos” de mi época. Les aseguro que habríamos visto un colosal
enfrentamiento. Tiene un don para liderar que lo hace ser como es. Yo caí en
sus redes, -las de la “pilocracia”-, denlo ustedes por seguro. Y con el gusto
de una persona que sabe que está haciendo algo GRANDE y para el mundo, volvería
a caer.