miércoles, 26 de marzo de 2014

El día que conocí a Pilo Martín

Hay debates en la carrera de un orador que pasan totalmente desapercibidos. Pero hay otros que, de alguna u otra manera, recuerdas por un motivo u otro.

Fue el 20 de noviembre de 2008, y hacía calor en IFEMA. La comunidad universitaria esperaba con los brazos abiertos un torneo que supliera al megalómano que organizaría hasta dos años antes Unipublic, empresa que gestionaba entre otras cosas, la Vuelta ciclista a España: la Liga Nacional de Debate. El Torneo Pasarela nunca pudo ocupar el sentimental hueco que dejó para los viejos oradores la LINDU, -tampoco es que lo pretendieran creo yo-, pero era la segunda edición de un evento nacional y con el trasfondo de la búsqueda de empleo, allí nos volvimos a presentar 24 universidades. Entre ellas, obviamente, estaba la mía: la facultad de ciencias económicas y empresariales ETEA (actual Loyola Andalucía). Mi facultad había cosechado un curriculum debatil hasta aquel entonces excelente, con una victoria en la tercera edición de la extinta LINDU que nos había puesto en el mapa, y algunos otros subcampeonatos más. Tras discretos papeles anteriores, nuestra historia y prestigio nos obligaban a repetir  presencia en Madrid.
Mi figura como debatiente, hasta aquel entonces, estaba en su fase de madurez. En el Club de Debate de ETEA éramos pocos, pero muy selectos, 10 miembros. Y yo, con la escasa humildad que puedo contarle a ustedes, pertenecía al equipo titular. Con una rigurosa política de trabajo y un plantel de recursos a nuestra disposición espectacular, era el octavo año en la historia de nuestra asociación, y esperaban un buen resultado de nosotros desde Córdoba. Nuestro papel fue muy destacado, perdiendo únicamente con aquel magnífico equipo de ICADE de mi amigo Fernando Giménez-Alvear. Yo llevaba un equipo buenísimo, con la gran Susana Velasco y el emergente Sebastián Rodríguez; capitaneados por mi entrenadora-para-todo, Teresa Montero. En el primer jueves de debate de aquel torneo, nos tocó enfrentarnos a la Universidad de Sevilla. Ni rastro de un profesor, ni rastro de libros, ni rastro de disciplina en aquel equipo. Para mí fue un debate inusual, pues jamás me había enfrentado a aquella anárquica estrategia de debate. Un equipo que había preparado los argumentos en el viaje de ida, pero con un talento y cultura especial. El peso de aquel equipo lo llevaba un tal Pilo Martín, e hizo sus intervenciones divagando sobre los perjuicios de la concentración empresarial  y el exordio de un barco sin timón. Se inventó una evidencia, pero nunca se lo reclamé. Me dejó un sentimiento extraño de admiración.

Mi equipo, rigurosamente entrenado y apoyado institucionalmente durante todo el mes anterior, pudo salvar los muebles y ganó, claro. Era la experiencia contra la pasión. La madurez contra el niño que está descubriendo algo maravilloso. Contra el talento. Fue mi debate más complicado hasta entonces.
Me sonaba aquel tipo, obviamente. Ya lo había visto antes en una Simulación Parlamentaria en Ronda, alejado de la cúpula jerárquica pero haciendo intervenciones desde la silla que no dejaban indiferente a nadie. Ni siquiera era de la Universidad de Sevilla. Ni siquiera era sevillano.

El torneo lo ganó el invencible equipo de SODECO, capitaneado por otro monstruo del debate como fuera Santiago Martínez, y quién más tarde entabló gran amistad con nosotros y nuestro proyecto. Pero eso es otra historia.

Hasta cinco meses más tarde no volví a verlo. Fue de nuevo en otra simulación parlamentaria. Yo ocupaba un puesto privilegiado en el hemiciclo, él, un asiento en Tradición. Pero fue el que más destacó. En esa SIPA apenas nos cruzamos palabra. Era, por motivos que no vienen al caso, una “amenaza”. Yo iba con mi corbata y mi traje planchados, como todos los días, y él iba en camiseta. Éramos dos mundos totalmente distintos, pues veníamos de dos mundos totalmente distintos.

Yo terminé mi carrera como debatiente con algunos éxitos más, y también mi licenciatura. Durante el verano de 2009 estuve pensando mi destino para continuar mi formación académica, y la Universidad Pablo de Olavide (en Sevilla) parecía el destino perfecto para mi doctorado. Un cambio de aires me vendría estupendamente. 

Una semana antes de que las clases comenzaran, me encontré a Antuan Vargas y Alberto Arteaga por los pasillos del edificio 1. Iban para el Consejo de Estudiantes, y me reconocieron, claro. Les hablé de lo que iba a hacer y ellos me contaron que querían continuar con el proyecto que ya iniciaron el año anterior: el club de debate de la UPO. Pasaron varios emails hasta que, un caluroso día de finales de octubre, me convencieron para ir hasta la sede del Consejo de Estudiantes. Y allí que me presenté. Recuerdo hasta lo que llevaba vestido: yo una camisa azul. Él, una zarrapastrosa camiseta gris. Y fue en ese preciso instante donde por primera vez estreché la mano mirándole a los ojos a aquel tipo que presidía la mesa: Pilo Martín, recién nombrado delegado general de la universidad. ¿Qué escondías, maldito? Ese día conocí al que iba a ser el resto del equipo del CEUPO. Una generación tan maravillosa que más tarde se convertirían en mis mejores amigos y socios.

Les ahorro los meses posteriores, y los enfrentamientos varios que tuvimos, claro. Durante ese tiempo comprendí que en aquel corral yo no podía ser el gallo. Lo miraba a él, y miraba un diamante por pulir. Mi transición tenía que llegar, y mi papel cambió. Todo se transformó a mí alrededor. Tenía otras dificultades, y me enfrentaba a nuevos problemas (¿¿¿cómo que el club de debate no tiene dotado un presupuesto???).

Aquellos chicos, comandados por esa bestia despeinada, tenían hambre. Y lo mejor de todo: tenían talento. Leía e investigaba, y me esforcé mucho por ellos. Ese año hicimos decenas de sesiones de entrenamiento, y aprendimos muchas cosas juntos. Entre ellas, que no se puede ganar tan pronto. Sé que nunca le gustaron a Pilo aquellos ejercicios agarrotados, y él los cumplía a mala gana. Pero sé también que apreciaba el trabajo que hacía. Porque aunque no tenía tiempo de hacerlo, sabía que era una tarea que yo estaba haciendo por ÉL. No era su método, pero era el mismo objetivo.

Cuando nuestro nivel creció, las frustraciones post-torneo también llegaron. Pero las razones de nuestro cambio únicamente radican en ellos. Pasadas las semanas, él mismo me nombró director del Club. Les prometo a ustedes que, durante ese tiempo, mi única labor como capitán fue darles libertad para hacer las cosas. ¡Lo tuve tan fácil!

Con Pilo fue distinto. La única cosa que estoy seguro él aprendió de mí, fue que había que ponerse la corbata para debatir. El resto fue cosa suya. Es lógico pensar que yo aprendí mucho más. Los éxitos, evidentemente, llegaron. Y con ellos, nuevos e ilusionantes proyectos.

Pilo es el orador más inteligente y capaz que he conocido. El más rastrero, cínico, perezoso, irónico, impuntual, manipulador, callejero, vacilante y narcisista, también. Por eso es más odiado que querido. Ojalá hubiese tenido la oportunidad de enfrentarse de tú a tú a los “cocos” de mi época. Les aseguro que habríamos visto un colosal enfrentamiento. Tiene un don para liderar que lo hace ser como es. Yo caí en sus redes, -las de la “pilocracia”-, denlo ustedes por seguro. Y con el gusto de una persona que sabe que está haciendo algo GRANDE y para el mundo, volvería a caer. 

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