domingo, 31 de marzo de 2013

Ética de la convivencia cívica

12 de octubre de 2008



En todas las épocas la convivencia social ha generado procesos de socialización entre sus miembros, y se estima como uno de los elementos básicos de su propia existencia.
Ya desde la antigua Grecia se estudiaba el proceso de convivencia, agarrado al de libertad. Ser libre y vivir en una polis eran en cierto sentido uno y lo mismo. Esto tiene su expresión máxima en la convivencia en la ciudad. Para ser libre y convivir en ella el hombre debía ser liberado o liberarse él mismo y sentirse libre de las obligaciones necesarias para vivir.
Asociada a éstas, la solidaridad es una regla de acción que verifica y amplía para determinados casos la ética, la tolerancia y la convivencia porque viene a complementar el principio de igualdad, es decir, el principio por antonomasia de la distribución de los derechos.
Y esto, actualizado a nuestros tiempos, pone de manifiesto nuevas formas de convivencia cívica que han sido fruto de numerosos estudios y muchos “pues dicen que”; a menudo tan sabios como los clásicos refranes, y más a menudo aún, tan equivocados como los horóscopos zodiacales. Y una de esas formas de las que hablo es el piso de estudiantes.
En estas poco más de dos semanas que he estado conviviendo con dos personas me ha costado deslindarme de la geritocracia impartida por mi abuela, para pasar a una más personal e individual, pero que puede entrar en conflicto con la del resto de mis compañeros. Y es que, puede decirse, yo he tenido suerte con mis compañeros. Al menos de momento. No hay ninguno que profese extrañas religiones que le impidan tirar la basura diariamente. Ni nadie que mantenga distorsionado el concepto de “sucio” y sepa diferenciarlo del concepto de “limpio” tan alejado como lo pueda tener yo. Sin apenas reglas impuestas, las únicas conocidas las tenemos en nuestra propia conciencia: “No hagas a los demás lo que no te gustaría que te hicieran a ti”. Es la ética de la convivencia.
A las personas, el saber ético las orienta para crearse un carácter que les haga felices: los hábitos que les ayuden a ser felices serán virtudes, los que les alejen de la felicidad, vicios oscuros. Se mantiene siempre el perímetro de la libertad individual, que entra siempre en contacto con la del compañero, pero hasta ahora no la ha rebasado. Es más, situaciones cómicas e improvisadas ayudan y fomentan lo que podía ser el simple roce de libertades. Y es que, como recuerdo de mis modestos estudios de sociología, el arraigo de una convivencia, incluso la del núcleo familiar, debe permitir, al igual que toda organización, buscar un fin específico, un bien interno de la actividad de convivir y por el que todos los miembros hemos de luchar. Y creo que ese fin no es otro que buscar la felicidad, individual y colectiva, por medio de iniciar hábitos y actividades que ayuden al trío de personas que vivimos bajo el mismo techo a crear una correcta y próspera mini-civilización.
Los tres, racionalmente, conocemos nuestros deberes y nuestros derechos, las limitaciones cívicas y penales, y el respeto y la amistad siembran el huerto de nuestras rutinas. No hablo de altruismo incondicional, sino de solidaridad en ciertos campos y aspectos. Por ejemplo, si sólo tienes un plato y un vaso en el fregadero que los has usado tu, puedo yo, que tengo vajilla desde el día anterior, limpiártelos sin ningún esfuerzo. Luego, esperando una contraprestación, podré esperar otro favor del mismo calado por su parte o no, y la acumulación de uno u otro puede acabar estallando o progresando la felicidad.
Es, por tanto, una forma de sinergia no competitiva, sino de cooperación, en el que no hay líder (“mientras vivas bajo mi techo” no existe), por lo que no hay reglas individuales establecidas del tipo: “tienes que estar temprano en casa” o “debes hacer tu cama”. Supongo que el lector ya ha despertado de su imaginación numerosos ejemplos más y sus correspondientes consecuencias.
También conlleva el notable manifiesto de inconvenientes o contratiempos que una geritocracia o paternocracia suelen regalar: el cubo mágico es un ejemplo. Ese cubo mágico donde uno mismo echaba la ropa y que, al cabo de unos días, aparecía limpia, doblada y planchada en el armario de uno.
La comida, además, no aparece por ilusión desde el mantel, sino que, incrédulo de mí, la comida se tiene que hacer, que descongelar del día siguiente en varios y frecuentes casos, y que los suministros de “objetos comunes” (como el papel higiénico, balletas, fregonas, servilletas y demás) hay que comprarlas periódicamente.
Esas son las curiosidades de una convivencia y otra. Me quedo con mi actual. Al menos de momento.

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